sábado, 1 de diciembre de 2007

Para vos, Ale.. si querés, te lo leo otra vez..!!

Arde la casa blanca. Washinton llora sangre. O semen, como diría la cursi espectadora de un culebrón venezolano, prohibido terminantemente en estados unidos.
Un aire de total abatimiento se respira en los alrededores del palacio presidencial.
Ha nacido el vástago. Mónica L. ha dado a luz un Pequeño Clinton Ilustrado, que nació portando traje gris y Manual de Buenas Costumbres.
Este es el primer iceberg viviente que asoma la cabeza como corolario del romance. Del tórrido romance nacido entre la regordeta y el catedrático. Entre la ninfómana y la rata de biblioteca. Entre la baselinada y el cirrótico.
Todo empezó aquel día en que Bill entró de casualidad en los sanitarios de la casa blanca, que, valga la redundancia, relucían impecables, por cierto. No se le ocurrió golpear la puerta antes de entrar, ya que como se creía dueño de todo, también se sentía dueño de las ganas de ir a orinar suyas y de los otros. Estaba plenamente convencido de que en ese horario, todos los que allí trabajaban, ya habían saldado sus necesidades con el retrete y en ese momento, nadie le interrumpiría la eyección del chorro atómico, como le gustaba a él llamarlo. Se sentía todo un potente, como un avión y siempre trataba de darle más intensidad al fluido porque eso le daba la pauta de que cuanto más fuerte, más potente.
Tal como lo relatan los hechos, ese día irrumpió en el sanitario espectral de la casa blanca y vio a Mónica L. que estaba pariendo un muerto por su bajo vientre. Quedó tan pasmado ante la gráfica situación que ahí mismo le declaró con fervor su amor. No le gustaba tanto la figura que había salido de sus estrecheces, sino el triangulito en el que terminaba la acaudalada raya de su ano, marcando dos pequeños caminitos cortados que le semejaban las dos caras del destino, las dos chances por optar, la doble visión que todo tiene. Quedó consternado y se puso a aplaudir. Recordó que de niño le gustaba mucho leer una revista semi-infantil de un sepultado autor chileno y en ella un personaje también portaba tamaña figura y aquel escenario le hizo acordar a lo que sentía cuando leía y releía esa revista infantil.
Mónica, terminó de dar su último suspiro de alivio y con lágrimas en los ojos le dijo que desde siempre lo había esperado. Que había redactado una lista con todos los hombres raros con los cuales se hubiera querido acostar, pero que jamás pensó que un Señor Presidente, ese Señor Presidente, Su Señor Presidente, se fijara justo en ella. Mónica tenía la piel rosada, como una cerda criada a pasto fertilizado y artificial crecido en la misma colina donde los niños de La Novicia Rebelde aprendieron a decir las palabras inadecuadas. Contaba también con dos grandes tetas monstruosas que por ser tan grandes, cultivaban hongos debajo de ellas y por esos hongos le habían ofrecido a Mónica un millonar por explorarlos en los laboratorios. Ella se negaba raudamente pues los consideraba una riqueza residual. Creía que cuando se terminara el mundo, esos tejidos mohosos le devolverían la vida al suelo radiactivo y vuelto cenizas.
Luego de declarársele, Bill la tomó del cuello fuertemente, se desabrochó el botón, el único botón de su traje escocés importado de Suiza y comenzó a penetrarla salvajemente. Mónica reía a gritos y él lloraba de alegría. Era la primera vez que podía tener sexo de esa manera, ya que en su matrimonio, había estado siempre condenado a esterilizarse primero el miembro viril , luego las manos y toda porción de piel puesta en jaque a la hora del encuentro sexual. Era la primera vez que estaba cogiendo como un camionero después de comer un gran asado, con el gusto del vino en la lengua y con los restos de la carne en los intersticios de los dientes. Se sentía nuevo. No le importaba desprender aullidos ensordecedores porque sabia que a esa hora todo el mundo que trabajaba alli habia salido por el receso del mediodía y los Macs Donals estaban rebosantes de gente, tan rebosantes como las misma papas que ahí freían.
El fervor duró pocos minutos. Bill arañaba los cincuenta y pico y para esas alturas no podía dar cabalgatas olímpicas. Mónica no había llegado ni a California. Su hambre de sexo era una planta carnívora que quería todo, todo el tiempo.
Bill le prometió por su cirrosis que venía en camino, que siempre tendría un momento en el día para acudir al retrete y cogérsela. Que sólo tenían que coincidir sus ganas de orinar con las ganas de defecar de ella y así todo estaría estrictamente ordenado.
Los problemas vinieron después. Cuando Bill recordó que era un hombre felizmente casado, con una hija insoportablemente adolescente que vivía consumiendo cursos y cursos de nada; que se graduaría en Jarvard, o quizás en Yale o quizás en Bercli, pero que jamas dejaría de ser su hija.
Su señora esposa era una veterana que jamas se despeinaba ni tomaba alcohol.
Excelente madre pero pésima cocinera, se reunía con sus amigas a jugar al bridj mientras los hombres hablaban de negocios en una habitación contigua.
Pasados varios meses , donde ese reloj secreto de los instintos que ambos tenían seguía andando incansablemente, Mónica sufrió una crisis de emoción violenta y le dijo que estaba embarazada. Que su potrillito había entrado en el establo y que el caballito que estaba solito quería una cría para jugar. A Bill se le borró la cirrosis por un momento y quedó pálido. Pálido como un chipá abandonado a la buena de dios en pleno marzo. No supo qué decirle.
- Va a tener tus mismos ojos, papito, tu misma estirpe- balbuceaba Mónica mientras le pellizcaba el dedo meñique para que eso le doliera más que la noticia.
Pero Bill no respondía. Ahora era él el que padecía una emoción violenta. Muy violenta.
Cuando volvió en sí fue llevado en estado de catatonismo al sillon presidencial. Tantas veces habían practicado el sexo allí también que el habitáculo estaba desfondado. No ellos, claro que no, ya que sus encuentros se circunscribían a los albores del retrete.
Trató de abstraerse de la realidad por un momento ordenando un guisqui on de rocs para meditar sobre el futuro del mutante que se iba gestando rápidamente en las entrañas de Mónica. Dudaba acerca de su carga genética, por lo tanto, ponía en tela de juicio la procedencia cromosomática del infortunio; pero por otro lado, lo excitaba sobremanera saber que su avión a chorro había colapsado y explotado dentro de tamaña cavidad y que ahora era el fruto del mejor atentado que había sabido hacer en años.
Lo primero que le salió de los instintos fue citarla a Mónica en un recinto escondido y preguntarle si no quería abortar al borrego. No lo hacía porque realmente lo deseara, sino porque quería poner a prueba la verdadera y auténtica intención de la chanchita preñada. Ella comenzó a sollozar y entre lágrima y lágrima le dijo que antes prefería quitarse la vida.
Bill tomó coraje y al cabo de los seis meses de gestación de la criatura, decidió hablar con su esposa e hija. Cuando les comunicó la noticia, ambas perecieron instantáneamente. La hija porque ya no seria la única heredera de las fortunas de su padre, sino que ahora tendría que compartir lo robado en el trono con un vástago más pequeño que ella y a su vez, fruto de una unión sucia y clandestina, y la madre porque explotó de rabia; no le perdonaba a su esposo cómo había podido gozar con semejante gorda ordinaria, que lo único que hacía los fines de semana era ordenar comida chatarra mientras miraba tv sentada en un sillón de terciopelo rosa. Ambas perecieron y fueron metidas en dos monoblocs de cemento y enterradas en el jardín de la casa blanca.
Bill se sintió liberado pero ignoraba que lo peor no había llegado aun.
Al cabo de unos meses, se empezó a rumorear sobre el nacimiento del pequeño bill ilustrado. Declararon su venida al mundo por los canales extraoficiales de información y los medios mostraban a una criatura que ya contaba con piezas dentarias a horas de nacido, motivo por el cual se infirió que el borrego había sido escondido y criado entre algodones hasta que los ánimos estuvieron calmos.
Consumía litros y litros de leche de cabra por día y ya berreaba reclamando las berenjenas en escabeche que sabía preparar su abuela materna.
Todo era felicidad y algarabía. Hasta que una gran bomba radiactiva estalló en pleno corazón del salón oval. Todo quedó perpetuado en esa explosión y todo quedó detenido, cual museo de piedra viviente, en ese instante.
Cuando geólogos vietnamitas fueron a recoger lo que había en ruinas para armar un gran museo de exposición mundial, se encontraron a dos figuras humanas, petrificadas, practicándose el sexo oral mientras los cuervos que por allí volaban les habían comido los ojos.

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