Había aparecido muerto la semana anterior. Durante esa semana calurosa nadie había escuchado ningún ruido en la casa de Severino Puertas. Nada.
Era el tiempo donde ni siquiera los perros ladraban por aquel paraje y era menos común encontrar un árbol que alguna muerte. Eso pensaba. Eso pensaba y trataba de hilar en su pensamiento Pedro, hermano menor de Severino, la mañana que con un gancho a través de su garganta y por la fuerza, lo llevaron para indagarlo. Para indagar acerca de la muerte de su hermano mayor.
Pedro era el menor y como un correlato funesto, siempre había tenido una suerte menor dentro de la familia. Tuberculosis a los ocho y tifus a los catorce. Todo un record en las visitas al único hospital del barrio, donde ni siquiera había lugar para sentarse y esperar a ser atendido. Recordaba también que en la espera pensaba en la coincidencia entre él y todas esas gentes enfermas, el momento de la coincidencia, el momento justo para que él y todos los demás estuvieran esperando por una atención particular, genérica, genuina y reparadora.
Tenía un cuerpo de garfio encorvado. Los ruedos de los pantalones siempre altos y reforzados. Los zapatos dejaban asomar por los tobillos los huesos estridentes. A veces se dejaba estar. Simple y aburridamente. No pestañeaba siquiera cuando se fumaba el último cigarrillo negro que escondía en algún lugar recóndito de la casa que sólo él conocía. Les gustaba esconder sus cosas. Darles un lugar secreto dentro del terrible secreto que implicaba para él vivir con su hermano, allí, en esa casa siniestra, años después y durante la muerte de sus padres. Porque era así. La muerte de sus padres lo había dejado durante esa muerte, en un durante constante y no en un antes ni en un después. Así vivía Pedro, entre el silencio y el tabaco, el silencio y la espera latente, agazapada en ese mismo silencio, recodo donde se protegía a sí mismo y no dejaba entrar a nadie. El silencio era una cápsula de gas caliente, una matriz, una burbuja, irrompible desde afuera, parlante desde adentro, como un megáfono imperceptible que Pedro no dejaba de escuchar mientras estaba despierto.
De vez en cuando lo desvelaba una sensación de hambre terrible. Un hambre que le venía de las más ciegas entrañas y automaticamente la ansiedad lo desbordaba en medio de una casi total oscuridad azul. Este estado no tenía un tiempo preciso de duración pero Pedro lograba quedar exhausto. Lograba serenarse y conciliar el sueño. Lograba el sueño. Dormirse. Abstraerse por unas horas de la mutilante certeza de estar despierto, de sentirlo todo una vez más, palpitarlo todo una vez más, en su estomago, en su vientre, en sus entrañas, ahogándose.
Había planeado todo desde hacía siglos. El tiempo en odio se mide lentamente, en cámara lenta. Y él lo venía tramando desde un lugar donde la memoria no puede acceder. Había perdido conciencia del tiempo en conjugación con el pasado. No le perdonaría jamás la inmutabilidad. No le perdonaría jamás el uso y abuso del ciego poder. El poder que Severino usaba sobre Pedro y que Pedro recibía sin decir palabra. Palabra alguna.
Las manos de Severino eran muy grandes. Admiraba su cuerpo de gusano lleno de pelos y cubierto por una cera aceitosa producto del calor y asearse raramente. Severino tampoco era un sujeto parlante. El idioma del silencio era inentendible entre los dos hermanos. Elucubraban y deducían al principio cada gesto, cada mueca. En realidad esto lo hacía Pedro, de Severino no se sabía explícitamente nada, ni siquiera lo que fuera a deducirse. Pedro vivía la situación sin poder salirse nunca de ella y sin hacer algún intento.
Cada madrugada espiaba a su hermano mayor. Se acercaba a su habitación y lo escuchaba dormir como una foca alcohólica. Como una masa uniforme de carne que bramaba dando gemidos y espasmos mientras acompañaba la respiración. Lo espiaba en silencio por minutos eternos. Minutos donde no recordaba absolutamente nada y se olvidaba de quien era. Se sentía un huésped que alguien había dejado allí por azar y que después, a las cinco de la tarde, tomaría el tren y emprendería el regreso. El añorado regreso que palpitaba Pedro en su interior.
La noche anterior al paso crucial no durmió. Se quedó desvelado refregandose los dedos unos con otros una y otra vez.
Un sudor frío le cubría la frente y por dentro despuntaba una criatura recién nacida, con ansias de caminar y huir.
Se acercó como tantas noches a la habitación de Severino, observó a su hermano, se le acercó lentamente, como quien ve a una bestia de espaldas y sin vacilar, le atravesó el mejor cuchillo que encontró en la garganta. Severino no tuvo tiempo ni de abrir los ojos. Producto del licor que tomaba después de cada cena, hacía una eternidad que estaba dormido y clavarle un cuchillo fue casi como dibujar en una piedra de carne dormida y momificada.
Arrastrar el cuerpo hasta la cocina familiar requirió de un verdadero esfuerzo.
Una parte del cadáver la dejó escondida en el jardín y lo que quedaba se lo fue comiendo poco a poco. Sólo conservó intacto el rostro, que fue encontrado meses después de la captura de Pedro y de reconocerse él mismo autor intelectual y material del hecho. El rostro de su hermano mayor.
Siendo llevado a la seccional donde cumpliría el primer tiempo de la condena hasta ser juzgado, se le oyó reír entre lágrimas y decir "- Ojala el tiempo me ayude a olvidar."
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