Soy una rata. Vivo en la cañería que circula por debajo del acuaducto, donde se encuentran las dos avenidas concéntricas. La seca cañería es mi hogar. A veces, los días de lluvia, me gusta escuchar cómo retumban los pasos de los transeuntes en esa marcha ciega que no conduce a ninguna parte.
Siendo lo que soy, una rata, no espero nada de nadie. Ni siquiera de mis compañeras de cañería, que muestran los dientes cuando se trata de garronear un pedazo de carne podrida o algún desperdicio comible. Así es la vida de las ratas. Silencio y podredumbre. Silencio y sombras auditivas que invaden a su vez el silencio verdadero, el que nadie puede siquiera percibir.
Soy una rata y nunca conoceré el amor. Por un lado es mejor y conveniente. He escuchado del despedazamiento que sufren las presas que caen bajo su influjo. Además de perder toda facultad viviente para pasar a ser un objeto inanimado que por un extraño mecanismo sigue trascendiendo de manera inerte por entre las cosas, pero nada más que eso. Lo insignificante.
Y viendo que todo muta yo se que mi cuerpo inutil no mutará ni cambiará. Desconozco lo que es el cambio. Lo que implica para los mortales. Mirar otra vidriera y seguir buscando lo mismo.
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