sábado, 1 de diciembre de 2007

Cuento para niños idiotas

Esta es la historia del monstruo que se cansó de ser monstruo.
Puso sus uñas en agua con sal, porque había leído por ahí que eso las ablandaría.
Hacía tiempo ya que asustar a los demás se había convertido en una morisqueta sutil, como el pan de cada mañana puesto sin sal sobre la mesa.
Las balas del terror se le habían gastado y la gente carecía de pesadillas que lo retroalimentaran en la vigilia.
Además, el acto de matar le provocaba lágrimas que se traducían automaticamente en arcadas que expandía por todos sus orificios.
Pero claro que no se podía renunciar a la monstruocidad así nomás. Este era un derecho adquirido, concursado y ganado. Renunciar a él era como renunciar a una nobleza milenaria, gestada en las dinastías monstruosas de otros siglos.
El monstruo decidió escribir una carta al Consulado Monstruósico exponiendo sobre su condición y redactando de manera clara su pedido. Escribió:
-" Quiero renunciar a mi facultad de monstruo porque ya no asusto a nadie. Y matar me provoca llanto."
Se sentía como un par de zapatos en desuso. En la verdulería le daban paso libre pues su nariz se asemejaba más a un rabanito que a una nariz de monstruo y los días de lluvia querían usar su cabeza como un pararrayos.
Pasado un mes recibió la respuesta tan esperada. El Consulado le comunicó que sólo podía renunciar a su facultad de monstruo cumpliendo con una última muerte heroica. Debía elegir una calle al azar a medianoche, ingresar a una vivienda también elegida al azar y arrancarle el corazón al primer ser viviente que respirara en la oscuridad.
Como un mastín hambriento olfateó entre la madera, los restos de humo de un bracero apagado y sintió cómo se le rebelaba ante los orificios nasales una piel tersa, como una planicie de agua tibia instalada en un desierto de carne muerta, su carne. Rozó con sus uñas primeramente el vello: suave, liberado en cada poro como otra forma nueva de respirar y hablar. Con la punta de sus dedos advirtió que en algunos sectores la vellosidad sostenía gotas de sudor que despertaban su voracidad de hombre sepultado.
Dudó un instante. Vaciló otro minuto y le arrancó el corazón que aún daba espasmos de vitalidad en sus manos.
Llegó a su hogar, preparó un guiso y se lo comió, aderezando todo con sus arcadas.
Esa noche durmió como nunca, amparado en esa muerte tierna que acababa de ejecutar; tan tierna y sabrosa como el cuerpo de un borrego recién nacido.
Pasado un mes, recibió otra carta proveniente del Consulado donde le informaban lo siguiente:
-"Viendo y considerando que usted es un monstruo auténtico, la facultad de ser monstruo no le será denegada. Lo de la muerte por ejecutar era sólo una prueba que le impusimos para ver su reacción, creyendo que si usted en verdad quería renunciar a su condición, no podría haber llevado el acto a cabo".
El monstruo supo de su condena eterna. Vivió para asustar y matar de por vida aunque no tuviera hambre. Así hasta su muerte.

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