Había conocido a Ana en invierno. Un cigarrillo, un después y la misma esquina del encuentro.
-Me parece mejor traer la alfombra a rayas- dijo Ana, mientras elegían cómo decorar la casa que los reuniría para verse a diario los rostros. Compartir el mismo espejo. Los mismos azulejos. La mesa. La mesa fuerte de madera donde dos universos a desplegar se dabatirían en un quehacer por hacer. Un mismo deseo de vivir juntos. Un deseo a quien da más. Un deseo en balanza. Un balance. Lo inminente. Y sobre todo el desorden. El tan amado desorden reinante. Los secretos del desorden. La lógica del desorden.
Incompartible.
Sabían que el deseo de compartir sus vidas en un mismo habitáculo era en el fondo una carroña para el deseo; desplumarlo y dejarlo agonizante, pero era lo que quedaba por hacer, la cláusula no probada todavía y siempre esa idea hambrienta de los desafíos, de la felicidad existente en forma de esperanza.
Ignoraban que en el fondo se amaban sin saberlo y más allá de todo. El amor ciego que se tenían nacía al amanecer, agonizaba por la tarde y moría por la noche, cuando llegaban exhaustos de la calle y el trajín los volvía mudos y autómatas. A la mañana siguiente se reanudaba como por arte de magia, como un niño que nace por parto normal, como las cuatro estaciones que despuntan inexorablemente. El momento del alba era el mejor. Predecir una caricia. La tranquilidad. Recordando lo que ya no sucedería y soñar siempre con otros amantes y después volverse la mirada entre si y saber que ese era el espacio seguro para poder ser y dejarse ser. Así vivían Ana y Pedro.
Ana era actriz. Había vivido en Perú hasta los 15 años cuando decidieron con la madre de Ana probar otras formas. Otra vida. Eso querían ambas. Otra vida por inventar.
Y la vida por inventar estaba en lo desconocido, donde la decepción pinta otras calles y anda lejos, descubriendo otras ruinas. Ana y su madre se lanzaron al abismo de lo desconocido como quien se mete a un mar inmenso y peligroso.
Y así, la vida. La vida misma. Y viéndolos como en un escenario, la verdadera vida, la invisible, los miraba y observaba riéndose.
El cabello envolvente y negro perdía a Pedro en el laberinto de su esposa. Le gustaba llamarla así. Le daba seguridad. Ella se dejaba determinar, encasillar, enjaular. En el fondo sabía que no era de nadie. Ni siquiera de ella misma. Abarcarse era tan difícil. Casi imposible. Sólo se reconocía de a trozos pero la mayoría de las veces no estaba en sus planes conocerse. Y así seguía cambiándose de trajes una y otra vez porque se encontraba tan endeble que ningún traje era para ella. Algunos le quedaban demasiado bien y se aburría de ellos. Otros le ajustaban. O la dejaban expuesta. La desnudez no la toleraba. Le dolía.
Uno de esos días, a más de tres inviernos de haberse mirado por vez primera. De haber alucinado por un instante. De haberse engañado con la primera mirada que suele ser exacta y precisa, Ana se retrasaba del trabajo. Era raro en ella la impuntualidad, que ahora también quedaba al desnudo mientras Pedro la esperaba ansiosamente. No sabía bien por qué pero cada minuto que bordeaba la llegada de Ana, él se ponía impaciente. Y el miedo. Temía por la vida de Ana más que por su vida. A él en realidad no le importaba morirse si se tenía que morir. Pero sentía que jamás podría tolerar la muerte de ella. Pacientemente.
La imaginaba cruzando la gran avenida que lindaba con la esquina donde ellos convivían y pensaba en los automóviles, en que Ana era levantada por el aire y su cuerpo se reventaba maduramente contra el asfalto caliente. Cosas así. Cuando le venían estas imágenes, desviaba su mente con el mecanismo de pensar en cualquier cosa y sedimentaba con ideas la idea original y se decía a si mismo: "-¿Cómo podes, Pedro, pensar así, crear estas cosas en tu mente?"
Ana se retrasó más de lo que los talonarios de la espera y el tiempo pueden tolerar.
-¿Dónde estabas?- La pregunta inquisidora y liberadora.
-Me quedé leyendo por ahí. Necesitaba distraerme un poco. Distraerme de mí, de vos, de todo.- respondió Ana.
En su interior, Pedro no le había creído una sola palabra; se le notaba en los ojos que Ana miró fijamente como todos los días pero Pedro sabía que no quería ver lo que había detrás de esas palabras. No quería saberlo por nada. Y así sería.
Ella no lo consultó con nadie. Pero fue su modus operandis desde ese día caluroso. Ana se había convertido a la colectividad. Ana se había vuelto una mujer colectiva. Una mujer de todos. Una mujer de cartón. Una mujer sombría y oscura. Una mujer por primera vez de ella misma. Egoistamente de ella.
Su madre había muerto de una terminante enfermedad en Perú hacía un mes y Ana vio a través de la mirada de su madre cómo la vida discurría partiendo sus manos huesudas.
El tiempo y su andar comenzaron a corroerla luego de la legendaria y pronta muerte de su madre. Empezó a corroerla la tranquilidad muerta. La rutina predecible. Esa rutina que era una cuna. Un remanso. Pero que al igual que las paredes del teatro donde ensayaba cada sábado, había perdido el color.
Interiormente sabía que como todo, este estado de colectividad no duraría toda la vida. Ni siquiera implicaría una vida entera. Un renacer mucho menos. Más bien lo consideraba un encuentro con ella.
Pedro jamás preguntó sobre sus nuevos horarios. Pedro jamás dejo de corresponder su mirada con la mirada de Ana. Ni mucho menos dejaron de ser tan nuevos los amaneceres, donde la triquiñuela autentica volvía a mutar y cambiar la piel. Y así, la vida.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario