viernes, 30 de noviembre de 2007

"La Convertida"

(Este relato fue escrito por mí y responde a una de las consignas del Maestro Laiseca)


"Para comprender el idioma de la noche hay que vivirla. Padecerla.Eso pensaba mientras su cuerpo era el depositario de toda una sarta de cañerías perfectas, las cuales tenían el perfecto fin de destilar toda su podredumbre interior. Es curioso todas las cosas que se le ocurren a uno cuando sabe que va a morirse. Mejor dicho, cuando tiene la certeza de que va a morirse. Eso pensaba. Pensaba y recordaba. Trataba de recomponer todas las escenas hasta el último día. Ese último día. Como un cuadro en una pared blanca, eterna, sin marco, sin memoria a corto plazo. Los brazos habían dejado de dolerle. La semana última habían tenido que ponerle un catéter porque la vena había dicho basta y como un globo gastado ya no puso más el pecho.
Para comprender. Para comprender la noche. Para tragársela. Sabía que se moriría sin comprender.
Sí se sabía sabedora del lenguaje de las putas. Del afilado abismo entre el taco y un traspié. Y así, sin poder tocarse la cicatriz definitiva pensaba qué hubiera pasado si ese día no hubiera salido a laburar. Si se hubiese quedado poniéndole los ruleros a su madre, esa anciana que apuntalaba su dignidad sin decirle nada, sin preguntarle nunca nada, cuidandole los chicos, ocultando la miseria de reojo, mirando siempre para abajo.
Tanto tiempo malgastado para saber que la última cicatriz es la madre de todas las demás o al menos la que justifica a todas las demás.
Aquella noche olvidó una de las tantas contraseñas que hay entre las putas. Dejar que un tipo, dos, te mordisquee las tetas te hace sentir deseable, comible, descartable. Aquel no había usado sus dientes. Ni siquiera sus uñas.
Cada vez que ella se posicionaba en su profesión de yiro, se contentaba pensando que todas las minas albergaban una puta adentro, deseosa de salir y que desde la más remota gestación, en los origenes, un meloso dios las había dotado de una cicatriz abierta original, imperfecta, como algo sin terminar, la máquina precisa para ofrecer placer a alguien que lo requiriera.
El placer. Siempre el placer. En el fondo le daba un infinito placer estar ahi, a la espera de la muerte y comprendía que tanto tiempo la había imaginado cruel, mordaz, y ahora podía sentir de verdad al silencio, un silencio que la envolvía en una terrible calma. Por primera vez el silencio no la aturdía.
Pensaba qué pensarían sus compañeras de ruta si ahora la vieran, como a un autito roto de plástico al que le falta una rueda y al que ningún niño puede darle el impulso vital y jugar con él.
Volvió a tocarse la cicatriz. Era como un remiendo para la conciencia. Así lo pensó. Como cuando la vieja se ataba un hilo en el pulgar para no olvidarse de algo. Olvidar. Olvidar y recordar. Qué lástima que memoria no venga con un talonario de repuesto - se le ocurrió decirse-. Talonarios. Talonarios. El día que la vieja trajo el primer televisor a color se lo había ganado en una rifa. Increiblemente se olvidó ese día de ser puta por un rato. Lo que duró su fascinación por el color.

Pasados dos meses de la puntada que ella creyó final, no podía dejar de agradecerle a la muerte por haberle dado changuí.. ahora la sentía su aliada, una puta como ella que se escondía cada madrugada en los tachos oxidados de basura de Constitución. Se daba cuenta que era más invisible que la misma muerte.

Como faltaba el mango y nadie vino a rescatarla despues de lo del hospital, tuvo que hablar con las pocas compañeras de ruta que le quedaban, las que una vez habían sido sus compañeras, sus "mulitas", como les decía ella cariñosamente, para reinsertarse en el mercado laboral.
Ya antes de volver le habían puesto el apodo "la tajeada", y eso la hacía sentir orgullosa de su estirpe. Claro que esto no era en alusión al tajo original que traía de fábrica, sino a cómo habían quedado sus tetas, sus senos para la enfermera de guardia, que entre diente y espacio le dijo: "Vas a tener que cambiar de profesión". Y era verdad, nadie quería a una tajeada. Para los tipos era como encontrar un billete falso o como esos panes que exponen en las vidrieras pero que de cerca se comprueba que son de cartón.
Se miraba al espejo y observaba que le habían quedado tres tetas de diferentes tamaños, ya que la del lado izquierdo albergaba un tajo transversal que la había dividido en dos pequeños senos que parecían dos pequeñas caras deprimidas y desnutridas. Además la cicatriz había tomado un aspecto rugoso y amarillento, y los días de humedad todavía segregaba un poco de plasma y pus. Ella les contaba a sus mulitas que sus tres tetas todavía hablaban y le contaban secretos y estaba convencida que toda esa podredumbre que le salía eran los resabios de su conciencia que le pasaba factura por haber sido tan feliz siendo puta.

Pasado un tiempo y atolondrada por el hambre que no lograba saciar mendigando, decidió ofrecerse como objeto de exposición a la entrada de un museo de anatomía humana. La puta que todavía dormía en su interior, quería seguir exhibiéndose, que había rechazado laburos mas dignos socialmente.
Detrás de una vitrina y con los ojos vendados, la gente quedaba anonadada cuando la veía. La obligaban a ponerse la venda porque era inevitable que su mirada no se encontrase con algún que otro espectador que para comprobar que fuera un ser viviente la mirara a los ojos.
Lo que más los pasmaba era que la deformidad era producto de una mano humana y no de la madre naturaleza. Nadie podía aceptar que alguien anónimo, con sus mismos genes, hubiera mutilado a esta especie de ser viviente para convertirla en un objeto de exposición público.
La tajeada mostraba sólo sus dientes como la parte más visible de su rostro y en sus más intimos fueros, le estaría agradecida de por vida a su mutilador, que a un precio estandar, la había convertido para siempre.

1 comentario:

Agosto GF dijo...

Muy bueno. Me ha gustado el último escrito también, pero ésta narración es genuina. Voy a leerte más.

Saludos